sábado, 5 de octubre de 2013

Mi padre

 "Oh memoria! verdugo cruél de mi reposo".
                                                                 William Shakespeare.

       Mi padre se llamaba Reinaldo.
       Tan efímera como esa oración lo fue su vida, cruzándose con la mía por no más de siete años, con sus intermitencias.  He necesitado de fotos y éstas me lo devuelven casi como lo recuerdo, huesudo y apuesto.  No recuerdo ni sus manos ni sus pies y de su voz sólo una y única pregunta "Reinaldito, ya te tomaste la leche?"  Lo gritaba mientras yo a escondidas me deshacía del repugnante líquido natoso por un tragante de la cocina.  Yo creía que nadie me veía, pero el sonido del líquido al correr por el tragante de la cocina retumbaba en toda la casa, mucho más con la ausencia de sonidos que traen las siete la mañana.  Entonces me llamaba ante él y con la lengua doblada entre los dientes en señal de ira, me hacía tomar otro vaso de leche o al menos terminar el ya empezado.  Yo odié siempre ese momento.
       Mi padre había nacido en Cárdenas, en febrero de 1935.  El mayor de cuatro hermanos nacidos de padre albañil y madre "capitán de regimiento".  Mi abuelo, tosco y sobrio como un anacoreta; mi abuela, un ser mitad huesos y mitad piedra, vertical hasta lo indecible, de pocas luces pero con mucha claridad, de brazos cortos pero con unas riendas muy largas.  Hasta muy poco estuvo en pie y se llamaba Fabiana Eloína Díaz.
     Volviendo a mi padre, dicen que era bueno para los estudios y aficionado de la lectura y el jazz, también creo que gustaba de Elena Burke y una corriente musical de la época llamada "feeling". Mientras escuchaba música percutía con sus dedos o manos al compás de ésta sobre cualquier objeto o mueble de madera a su alcance.  Si no encontraba libro o revista que leer, acudía a cualquier folleto, incluida la guía telefónica.  Fumaba, creo, que la marca de cigarrillos "Ligeros".
   Puedo decir que hay poco que contar de "nosotros".  Me llevaba a montar bicicleta al parque, creo que al Paseo del Prado, pero sobre todo a esa explanada frente al antiguo Palacio Presidencial.  También he visto fotos juntos, él y yo, en la azotea del hotel, ambos sobre la bicicleta; él, de camiseta blanca, y sonriente.
   En medio de sus estudios conoció a una muchacha dueña de una de las sonrisas más hermosas que he visto en mi vida, se llamaba Hildelisa (el la llamaba Hilda, a secas, y yo le digo Mami) que también gustaba de los estudios y la música hasta el delirio.  Un día decidieron dejár Cárdenas en su pasado y se fueron a la capital.
    La revolución de 1959, como todo movimiento social triunfante, trajo cambios bruscos.  Para Reinaldo, aún sin cumplir los veinticuatro, no lo fue menos, Muy pronto, el estudiante compartió sus vestimentas entre las de miliciano y de cañero.  Los estudios de Ciencias Comerciales y su historial miliciano lo llevaron a ocupar un puesto en el MINCEX (Ministerio del Comercio Exterior). Recuerdo algo relacionado con MAPRINTER, la empresa encargada de la compra de papel en el extranjero, y Reinaldo era el hombre adecuado o al menos unos de ellos. Vino a Escandinavia y de su viaje  a Estocolmo aún se conserva una postal que le enviara a mi mamá de colores brillosos y con la vista de la marina de Strömkajen y el Gran Hotel de fondo.
  La vida le jugó una mala pasada a este hombre joven y merecedor de triunfos.  Le fue negada la salud que tanto se da por sentado a los treinticuatro años.  La última vez que lo vi de cerca estaba amarillo y enjuto de carnes, traía un muñeco inflable en las manos, puede que para mi hermana, el muñeco era grande y lindo, él no tanto, cabía dos veces en la estrecha puerta que le servia de marco. Creo que hablamos y creo recordar por primera vez la palabra "hepatitis".  Lo volvería a "ver" a distancia y desde los hombros de alguien que me sostenía.  Fue en las afueras del Hospital Calixto García.  Él miraba desde una ventana, una ventana que se parecía a cualquier ventana de hospital, me saludó y yo le devolví el saludo.  Mi pequeño brazo le anunció un adiós, no sabía que sería el último y definitivo. Murió de cáncer, era octubre de 1969.  Desde entonces y aunque él no lo sepa, me falta un brazo y ando medio cojo.
  Dicen que este hombre que fue mi padre me adoró hasta el delirio.  Yo no tuve tiempo de conocerlo ni de quererlo. Vendrían días duros, tan duros que me ayudaron a olvidarlo o al menos, a no necesitarlo ni vivo ni muerto.  Para lo que se me avecinaba, era mejor olvidarse hasta de uno mismo.
    

Comenzar a ver la vida

   "La vida no es un probléma para sér resuelto,es un misterio para sér vivido"
                                                                                             Anónimo.

Tras el nacimiento viene un período oscuro y vacío.  Nos parecemos más a un cachorro de cualquier animal que a un humano con número de identidad.  A nuestro alrededor hay un mundo pero no nos concebimos como parte de éste, salvo algunas motivaciones primarias y escasas emociones básicas.  La vida es para nosotros comer, cagar y llorar.  Sin embargo, estas tres acciones convocan a un buen número de personas en nuestro entorno, pocas veces se repetirá que te rían la caca y te acurruquen al llorar hasta quedarte dormido.  El caso es que nos perdemos esos trascendentales momentos que marcaran el inicio de nuestra existencia, no conozco a nadie que se recuerde dando de sus primeros pasos o balbuceando sus primeras sílabas o palabras.  Seguiremos cagando y llorando, pero nada nos llevará tan lejos como la voz hecha palabra y nuestros pasos haciendo caminos.
El hipocampo, esa zona remota donde almacenamos la memoria, sólo comienza a funcionar de manera operacional y a plena capacidad a partir del cuarto año de vida más o menos así:  empezamos, por ejemplo, a recordar donde dejamos el juguete olvidado de la jornada anterior. 
En mi caso, hago retrospectiva y comienzo a ver la vida en un piso de granito negro y la puerta de color rojo intenso del elevador del Hotel Lido, ese lugar donde viví mis primeros años.  La habitación, pequeñísima, con un baño, una cocina improvisada y el siempre fiel radio Hitachi de color azul muy claro con botones que sobresalían como dedales.  Sobre la cama amplia recuerdo a mi mamá sentada, anegada en llanto.  Resulta que mientras mi papá y yo andabamos de paseo, la olla de presión había explotado y unos frijoles adornaban el techo y la pobre se asustó como era lógico. 
El otro recuerdo de esa cama me dolió más.  Aprovechando la ausencia de vigilancia mientras mi madre se bañaba, decidí saltar sobre el colchón a manera de trampolín, perdiendo el equilibrio requerido y cayendo justo con mi cabeza en uno de los puntiagudos esquineros de la cabecera, sentí la sangre y me quedé inmóvil, como si intentara con eso taponar el sangramiento que ya comenzaba a dibujarse en la sábana.  Entonces salió ella del baño toalla en mano y preguntó:
 - Que pasó?
 - Nada, dije yo.
Lo que siguió fue el consabido alboroto, los regaños y unos puntos de sutura.
De esta etapa también recuerdo el balcón del apartamento desde el cual vi y casi sentí el calor de las llamas de un incendio que se produjera en las cercanías.  El hotel está situado en la calle Consulado, entre Animas y Trocadero, justo al lado de los entonces cines Majestic y Verdún.  Quien conozca La Habana sabrá que esto se sitúa a una cuadra del céntrico Paseo del Prado y por aquellos tiempos aún las luces de neón inundaban la noche.  Las luces del Cinecito eran mis preferidas. Traspasar el umbral desde la puerta de entrada del hotel hasta el elevador era mi camino favorito, la carpeta a la izquierda, un sofá y un espejo a la derecha.  Recuerdo mis primeros juguetes, entre ellos un "trespatá".
Otros lugares que me gustaban eran una escalera angosta en la calle Estrella que llevaba a la casa de mi abuela Juana, un pasillo con muro de piedra más alto que yo, ya dentro de la casa, una sala-cuarto que siempre me pareció oscura, un televisor Philips de gruesa pantalla verdosa que invariablemete me traía a "Sandokan, el tigre de la Malasia", o a Gina Cabrera a lomo de un caballo blanco.  Creo que por entonces conocí a mi tía Florita y a una vecina que inspiró mis primeros y torpes impulsos masculinos, se llamaba Alina y creo que tocaba el piano.  Cerca de la casa, en la esquina, había una enorme piquera de autos de alquiler ANCHAR, siglas para la Asociación Nacional de Choferes de Alquiler Revolucionarios.  Estaba debidamente cercada y dentro dormían sus monstruos amarillos y negros.  Otros recuerdos me vienen de Cárdenas, una vez hermosa e industrial ciudad que sirve de pilar a mi familia y por la que siento pertenencia.
De entonces, aires navideños, puerco asado en el patio, tíos con ropa limpia y gente, mucha gente, pero  lo que jamás olvido son las avellanas, ese fruto seco siempre me transportó a ese tiempo y lugar.  Esta memoria debe datar del año 1968 a lo sumo, después supe que ese fue el ultimo año de celebraciones de Nochebuena, la "ofensiva revolucionaria" no la incluía entre sus prioridades.  Treinta años más tarde, un Papa polaco intercedió para que nos la devolvieran, pero a mí ya no me interesaba, no había avellanas.  La vida me ha llevado muy lejos de Cárdenas y de alguna forma he tenido que reincorporarme a las Navidades, casi por disciplina; no me disgustan, pero no me las creo.  Julia Strömgren es una niña hermosa que sirve de excusa para la reunión de mi nueva y muy escandinava familia, se disfrutan sus enormes ojos de azul pálido al abrir los regalos, pero me faltan aquellas avellanas y mi gente con ropa limpia.
Un buen día, apareció una cabecita redonda y sin pelos, ojos grandes y casi ninguna nariz ni boca; habia traído su cama y "la puso"en  el rincón del cuarto donde hasta entonces "vivía" yo.  Comprendí que se llamaba Yamilé y asimilé que era mi hermana.  Era 1967, todavía anda con nosotros, hermosa suerte.